miércoles, 18 de abril de 2012

Vivir para contarla

Quería ser escritor pero lo que hacía era más propio de un poeta. Gorka escribía de una manera extraña, plantaba palabras en el pecho de Ainara. Palabras que crecían y  le estorbaban la respiración. Por momentos Ainara sentía como se ahogaba y empezaba a sudar. Gorka la miraba paciente, sin hacer nada. Cuando las gotas de sudor aparecían en el rostro de Ainara él lamía su cuello al encuentro de la caída de cada gota. Una a  una las recogía y guardaba en el cielo de la boca para elaborar la tinta vegetal con la que más tarde volver a plantar palabras en el mismo lugar. Las palabras no solo crecían, algunas también florecían y llenaban sus frutos. Las semillas caían en la carne de Ainara donde germinaban convirtiéndola en un exuberante invernadero. En poco tiempo apenas quedó sitio para  más verde y tuvo que ponerse a escribir para poder dar salida a tanta vegetación. Lo más próximo que tenía era el corazón de Gorka y acuciada por la necesidad allí fue donde empezó a sembrar letra a letra su funesto vergel.  Las palabras crecieron en su corazón como antes habían crecido en el de Ainara, enraizaron en él y su cuerpo se convirtió en una selva tropical. Millones y millones de litros de Oxígeno se liberaban pero Gorka no transpiraba. No podía sudar todo el Oxígeno que aquellas plantas desprendían y acabó envenenándose en él.  Sin sustrato murieron  las plantas que en él habían enraizado y que antes fueron las palabras de Ainara. Después a falta de que alguien las regara murieron todos los ejemplares que abarrotaban el invernadero de ella. Se secaron tallos,  hojas, se marchitaron las flores, de las raíces solo quedó polvo,  la tierra, su carne, se fue agrietando y Ainara terminó por morir.

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