Me he acostumbrado a los breves espacios de silencio que se acomodan entre tus constantes suspiros. Recorremos, cargando con todo el peso de nuestra edad, el mismo frío y verde pasillo por séptima vez en lo que va de mañana. No hay mucho más que hacer. Bien desalojados de ilusiones, somos conscientes de que ya hemos dejado atrás todos los milagros, venturas y alegrías que hubieron de acontecernos. Llegamos al patio interior, y tras señalarme un viejo banco bajo una palmera, te ofrezco mi leve y arrugada sonrisa a modo de aceptación. Y nos sentamos, tan lentamente como nuestro rosario de achaques impone, tras lo cual sólo nos queda mirar nuestro alrededor sin nada que esperar. Nos dijeron que veníamos a descansar, aquí, a esta gélida estancia donde no transcurre el tiempo. Nosotros somos el tiempo. Me coges la mano y sé que por dentro estás inundado de lágrimas. Yo te acaricio los dedos despacito, siguiendo las directrices del último medio siglo, y no encuentro manera de disfrazar esta compartida desolación. En este museo de la memoria aún viva, tan sólo puedo maldecir la ausencia de fuerzas que me impiden socorrerte, que me impiden salvarnos. Salvarnos de este trance, de este capítulo que se empeñan en señalar como último, y que ha venido precedido de la, probablemente, mayor de las decepciones. Mientras depositas otro suspiro entre el sepulcral silencio, rememoro el momento de nuestra sentencia en vida. Aquí descansaréis, dijo nuestro hijo, con la mirada clavada en el suelo, antes de despedirse, sin que un mínimo de vergüenza le abrasara el alma.
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