Se lo enseñaron en la escuela: Las líneas paralelas son aquellas que, por mucho que se prolonguen, nunca se llegan a encontrar.
Estaba sentada en un banco de la estación del tren. Esperaba como cada día desde hacía cuarenta años. Había cambiado mucho la estación; los trenes, la decoración, la vestimenta de los pasajeros, el equipaje... Lo que permanecía igual era su promesa. Inalterable, intacta, esperanzadora.
Estaba sentada en el mismo lugar, pero en distinto asiento. Aquel banco antiguo de madera ya descolorida por el paso del tiempo, lo habían cambiado por otro más moderno, más frío, más impersonal. El otro, testigo de la despedida más dolorosa, la despedida de las promesas incumplidas, la de los adioses interminables, la de “El tiempo pasa enseguida, ya verás.” “Espérame, no me olvides” y éste, el de la espera. El de la mirada perdida en las vías, el de la esperanza…
Ella se había quedado sola aquel día; las promesas de él aún le quemaban en su boca, en su cuello, en su vientre… en su alma. Y se quedó mirando el tren que, despacio, se alejaba irremediablemente. Un grito desesperado salió de su garganta, pero el nombre de él se perdió entre los humos negros que auguraban distancias.
Miraba las vías rectas, largas, prolongándose más y más en la lejanía. Tan inalcanzables como su amor perdido; prolongándose en el tiempo.
Unas manos le ayudaron a levantarse.
-Vamos mamá, mañana volvemos. Quizá mañana…quien sabe. ¡A lo mejor!
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