Se elevó majestuoso una vez, en lo alto de los acantilados del fin del mundo. Un espléndido castillo construido en pulcro mármol y decorado en oro y plata. Decían las lenguas de antaño que pertenecía al vizconde Througar, un alto miembro de la nobleza, ilustrado en los campos de la filosofía, la astronomía, la teología y la farmacología.
Según contaban los más aventurados, el noble había hecho construir su reluciente fortaleza tras una de sus largas aventuras por el mundo. Cuando, en lo que había sido un frondoso bosque, muy cercano a los límites de lo que en adelante sería su hogar, le sorprendió una funesta tempestad.
Contaba él a sus allegados en el ocaso de sus días, que los truenos retumbaban con tanta fuerza que estremecían la arboleda, que los incandescentes rayos caían a la fértil tierra apuñalándola, que de la unión de las grotescas nubes nació una gélida lluvia aterradora y que el viento soplaba con la intensidad de cientos de huracanes, agitando las frías lágrimas del diluvio en todas direcciones.
Mas, lo sorprendente su relato, aquello por los que todos, incluidos sus familiares, le marcaron con la insignia de los dementes, fue, que cuando Througar estaba apunto de sucumbir ante la inclemencia de la naturaleza, todo, si más razón aparente que la buena fortuna, cesó.
Alegaba que de pronto llegó a un cristalino manantial, bañado por la delicada luz de la luna y las estrellas, y que en él vio lo más bello que sus ojos hubieran podido ver nunca, una hermosa mujer de cabello azabache, ojos esmeraldas y labios rubíes. Bailando desnuda sobre la superficie del agua al son de la melodía del apacible bosque.
Su grácil danza lo cautivó de lleno, largas horas se quedó contemplándola hasta que el despuntar del amanecer la borró de su visión. Horrorizado y desesperado, al regresar a casa, ordenó erigir su gran morada en los acantilados del fin del mundo, con la esperanza de poder volverla a ver antes de que el tiempo reclamara su vida.
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