—No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante. —Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café contoneándose mientras sirve a los clientes—. ¿Pero no ve que parece una abeja reina?... Se lo repito, si usted no tomas cartas en el asunto, lo haré yo… ¡semejante escándalo!
Don Camilo no dice nada. Saca una libreta, desenrosca la tapa de su pluma y comienza a escribir con trazo firme, como si en ese preciso instante hubiese recibido un soplo de inspiración divina.
—Es más —continúa doña Régula—, yo diría que tampoco le desagradan las jovencitas… fíjese, fíjese cómo le sonríe a la boba de la hija de Lisarda… en manga corta con el frío que hace. Y qué me dice de su aspecto, con ese trasero que es un peligro público… me refiero a que algún día va a tropezar a alguien y lo va a escaldar… ¿Pero es que se va a limitar a escribir? Estoy harta de decirlo: doña Rosa debe dejar de regentar el café de su fundación.
—¡Doña Rosa, dos copas de ojén!
Doña Rosa se gira, guiña un ojo y al poco se planta frente a la mesa con una botella mediada del licor y dos copas. Mientras les sirve comenta:
—Qué pillín es usted, don Camilo, ¡cómo sabe lo que es bueno!
Doña Régula, lívida, boquea como un pez tropical fuera del acuario.
—Doña Régula, ¿le he dicho alguna vez que yo puedo aspirar una palangana de agua con el esfínter? Se lo recomiendo… es mano de santo contra el estreñimiento crónico.
—Ahí van esas dos copas, parejita…
—¡Por la abeja reina!
—Deje en paz a la realeza, don Camilo, y de brindar brinden por la colmena.
—Pues entonces ¡por la colmena!, y traiga otra copa, por si se anima a brindar con nosotros doña Régula.
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