Todos los lunes temprano debía llevarla a la ciudad y de vuelta a la tarde. Con ella iba siempre su tía Mecha o alguna de sus compañeras. No eran tiempos para que una mujer viajara sola, y menos alguien de su posición.
Apenas intercambian alguna palabra, sólo las imprescindibles entre el chofer y la hija del patrón. Lentamente, crece en él una atracción por ella. A hurtadillas, la mira fugazmente por el retrovisor. Le obsesiona conocer qué oculta ese vestido. Cuando las miradas se cruzan, cree ver un ruego en esos ojos.
Esta tarde no hay compañera de viaje. El regreso es tenso, sin palabras.
Las últimas casas quedan atrás. Una cuesta, luego el bosquecito. De pronto, ella dice:
--Deténgase, Ramón, por favor.
Bajan. No hablan, sólo se miran. De pronto, el ansia les estalla adentro. Él la desviste con trabajo, ella mira hacia lo alto. El tiempo se eterniza, hay besos, mil caricias, hay dos que se aman con fervor.
* * *
Al llegar a destino, ella le dice, mientras desciende:
--El lunes, como siempre.
--Sí, hermana, aquí estaré.
Del convento salen otras monjas a recibirla.
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