Y él ahora miraba al infinito, al mar, ese horizonte tras el que la había perdido.
Estaba en su casa, en esa casa que nunca habían llegado a compartir. Esa casa que ella había querido comprar para llenarla de niños, de pequeñas vidas que correteaban, gritaban y lloraban muchas veces al unísono y los cuales pasados unos años, repetirían el ciclo y entonces hubieran sido ellos dos los que cuidaran a todos sus nietos con incansables ganas; pero es que desde hace mucho ya no eran ni siquiera dos. A él no le había ilusionado en aquel momento, pero ahora mismo vendería su alma para poder cumplir ese sueño, esa promesa que se había esfumado de la mente de ella, y no precisamente por culpa del tiempo…
Había comenzado a extrañarla desde el día en que la perdió, pero nunca la sintió lejana a él, más bien todo lo contrario, desde aquél momento habían pasado a ser solo uno. Él sentía que ambos estaban impacientes por vivir de nuevo ese momento, pero juntos.
A veces se sentía solo, muchas veces pasaban los días y no salía de entre aquellas paredes llenas de llanto y palabras perdidas, de pasados negros y futuros cortos y grises que tal vez ya nunca se aclararían, pero al fin y al cabo era lo que le había tocado vivir, y nunca se rendiría, hasta que un día, el tiempo lo lleve junto a aquella mujer que lo había enamorado, aquella que nunca había caído en el olvido dentro de su mente.
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