Mango cruzó el muro por detrás de mí. Mango es una de las gatas de Bei, los colores son naranjas, negros, pardos, grises, todos hechos un revoltijo, la cabeza y el cuerpo pequeñiiiitos, pequeñitos. Afectivo-dependiente. Una yonki del amor, como dice Bea. Mango cruzó el muro por detrás de mi espalda con una restregada, se situó al otro lado y se sentó. La distancia entre el muro y el tejado del cuartito de la lavadora era considerable, no tanto por el largo sino por la combinación del largo con el alto, un metro y medio en diagonal aproximadamente, no pensé que pudiera hacerlo. Imaginado sobre el papel, un metro y medio de salto en diagonal puede no parecer mucho para un gato, pero la leche, un gato no es superman, tiene sus limitaciones. Habrá quien lo vea todo más fácil, pero allí en el escenario real, in situ, la proporción entre el cuerpo de la gata, la altura y la inclinación hasta el tejado indicaban claramente que no podría hacerlo. Y si lo hacía, era una proeza. Bien. De repente, Mango fijó la vista en el tejadito del cuarto, relajó los músculos y se dispuso. Yo me di la vuelta, entendí enseguida lo que pretendía hacer y me quedé allí mirándola con la máxima expectación, quería ver si lo conseguía. Durante unos instantes se hizo el silencio. Pensé que, tanto si lo conseguía como si se escoñaba, sería algo digno de recordar. Mango preparó el cuerpo de la manera adecuada, concentró la mirada con la barbilla inclinada hacia el tejado, se quedó perfectamente inmóvil unos segundos y saltó. Durante el salto, no estiró el cuerpo para llegar lo antes posible al tejado, ni esperó para alcanzar torpemente el borde y subir desde allí haciendo fuerzas. No. Sencillamente, aprovechó la inercia del salto inicial para dejarse llevar ligeramente por el aire hasta el techo del cuarto; ni siquiera se tensó, ni movió un músculo; se limitó a esperar la llegada al tejado con el cuerpo encogido, sin inmutarse lo más mínimo. Lo que quiero decir es que, por un momento, la vi volar. Durante el aterrizaje, que hizo con toda la elegancia del gato, lancé un grito de júbilo que debió de oírse bien lejos. Uooooooou, Manguito!!! Me quedé allí mirándola un rato, con una sonrisa de admiración y orgullo que me llegaba de oreja a oreja. Ella se relamió desde el tejado, indiferente. Seguí allí un poco más, sonriendo, y entré corriendo a casa, para contárselo a Bei.
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