Recuerdo mi niñez. Mi único objetivo a lo largo del día era jugar y ser feliz. Imaginaba que mi vida transcurriría siempre así, jugando. Había un inmenso jardín abandonado cerca de casa, poblado de flores silvestres que crecían sin ley y libres contra el viento, que le daban un aspecto maravilloso y singular a aquel lugar. Lo llamamos “El Jardín Encantado”, porque guardaría siempre la magia de nuestros juegos. Éramos niños con mucha inteligencia emocional. Un juego en especial marcó posteriormente el camino de nuestras vidas. Escondíamos cajitas de cerillas bajo la flor que más nos gustaba e introducíamos un papelito en el que escribíamos nombres de algún sentimiento (alegría, amor, tristeza, odio, esperanza, etc…). Un día señalado de cada mes, desenterrábamos al azar una cajita y hacíamos un juramento. Si el sentimiento era positivo, lo mantendríamos vivo durante nuestra existencia y si era negativo devolvíamos la cajita a la tierra para siempre en un lugar donde no creciera ninguna planta. Solo queríamos una vida futura plagada de cosas gratas e interesantes.
Recuerdo como la niñez dio paso a la juventud. Muchas veces me preguntaba con cierta nostalgia: ¿Cómo había sucedido? ¿En qué momento dejé de ser niña para convertirme en mujer? Pero siempre acudían a mi mente las cajitas de sentimientos que me daban la fuerza para asumir esa etapa nueva en la vida. Me convertí en una adulta llena de sueños e ilusiones, de ambiciones y aventuras y siempre con la firme convicción que me acompañaba desde mi infancia, la actitud optimista y la buena predisposición ante las adversidades de la vida.
Hoy disfruto de la tercera juventud, la vejez, y doy gracias por esos recuerdos que han trazado la ruta seguida en mi largo caminar. Hoy presumo de mis cabellos plateados y de mis arrugas que señalan cada momento vivido intensamente. Siento que mi barco ahora navega tranquilo y sosegado y sé más que nunca, que soy rica en cajitas de cerillas llenas de sentimientos positivos...
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