La punta de la diminuta zapatilla gira sobre sí misma y parece que nunca va a detenerse. La música envuelve el cuerpo sonrosado vestido de tules y se desparrama por la habitación como si fuese un agua que va ocupando espacios. Agua de Danubio, agua azul que llena los rincones y tañe su ritmo en círculos concéntricos que amenazan abarcar el mundo entero con su cadencia. El brazo en alto traza una curva delicada, sensual, perfecta y echa una leve sombra sobre los cabellos tirantes y ceñidos en la redecilla. Una pincelada carmín entinta los labios obligándolos a resaltar en lo pálido del rostro. El vals sin fin sigue manando, se eleva desde el pie hasta la cabeza, trepa al techo, se desliza por las paredes y gana el aire.
El niño lo respira, llena su pecho de compases y una repentina sonrisa débil le ocupa la boca. Parece que va a decir algo, pero calla: la pequeña bailarina de la caja de música ha atravesado el capullo de su autismo y lo que siente es más grande que las palabras.
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