La desaparición de Armando me tuvo todo el verano sobreviviendo a base de pastillas. Nunca creí que fuese tan difícil olvidarlo, como tampoco imaginé que se marcharía de repente, sin un adiós. Había llegado a mi vida como el fuego, quemando mis aburridos esquemas de ama de casa. Cuando lo veía, brillaba el sol aunque lloviese a cántaros. Escucharle era quedarse atrapada en la magia de su dulce voz, su risa contagiosa y su estudiada empatía; siempre sabía lo que querías escuchar, y lo decía… Te atrapaba.
Una llamada de teléfono me alertó. Era una íntima amiga que me había visto con él. “Sonia, qué haces con ese tipo, es un ladrón…” “No estarás pensando dejar a tu marido por él…” Me excusé como pude. Escuché su historia y sabía que mi amiga no me mentiría. Armando vivía de un dinero robado. No tenía trabajo y no era “trigo limpio”. Pero yo quería conocerle más, ya estaba atrapada. Y además, toda persona merece que no se le juzgue sin conocerla.
Seguí adelante. Todas mis amigas empezaron a llamarme, a querer quedar conmigo, a preguntarme por él. Era magnético. Divertido, osado, imaginativo… un padre separado, siempre con su hija de aquí para allá, lleno de vida. Me envidiaban. Él me llamaba a todas horas y hacía planes conmigo. Y yo lo quería, de verdad que sí. Aunque nunca pensé en acostarme con él. Mi matrimonio funcionaba, pero a mí me parecía que Armando completaba mi vida.
Cuando supe que me estaba utilizando se lo dije, una tarde en el parque no pude más y se lo dije. Me utilizaba para darle celos a su ex, para que le presentase amigas, para que cuidase de su niña, para… Me miró como si estuviese loca. Fue el principio del fin. Tres meses más duró el cielo-infierno, ya nada fue igual. Luego se marchó sin despedirse.
He vuelto a verlo. Hago terapia porque: Yo tenía razón. Fui una mujer maltratada, utilizada. No era un ladrón, era mucho peor, un cínico cruel. Tardé mucho en poder aceptarlo. Aún lo quiero. Esto no me lo enseñaron en la Universidad.
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