Son tantos los atardeceres frente al mar que acumulan mis desgastados ojos que, aunque empequeñecidos por las arrugas del paso del tiempo, aún reflejan su color aguamarina. Otras veces cambian al azul añil o al gris brumoso. El mar cambia de color según está el cielo y mis ojos cambian de color según está el mar.
Hoy, al atardecer, sentada junto a mis flores, tomando los últimos rayos del sol, contemplando mi mar, he visto pasar cargadas con sus cestas llenas de uvas, a unas cuantas vendimiadoras, hablando alegremente y canturreando. De repente me asaltó un dulce recuerdo, casi perdido en las entretelas del tiempo.
Era época de la vendimia y yo fui acompañando a mi familia por primera vez a cosechar los racimos ya maduros. Tenía por aquel entonces quince años y una belleza y juventud de las que yo no era consciente.
Fue una experiencia inolvidable mi primera vendimia y mi primer beso.
Yo estaba cortando morados racimos de uva, tal como mis padres me habían enseñado, pero la tijera de poda era quizá algo grande para mis manos y, al intentar cortar uno bastante grande, me hice un pequeño corte en una mano y comenzó a sangrar.
En ese momento, junto a mi apareció un ángel de tez morena, al que yo no había visto, con sombrero, unos vaqueros desgastados y camisa del color índigo, que también estaba vendimiando y, sin mediar palabra, pero con una mirada indescriptible, tomó mi mano y la vendó con su pañuelo, poniendo un beso en ella. Yo sonreí con una mezcla de agradecimiento y sorpresa. Entonces sucedió. Se acercó a mí y besó mis labios dulcemente. Nunca más volvió a cruzarse en mi camino.
Me sorprendió que su mirada y su beso, largamente olvidados, aún pervivieran en algún rincón de mis recuerdos, a pesar de que mis manos se hayan retorcido como los sarmientos. Tierno beso entre racimos de uvas. Promesa de amor y vino.
¡Benditas vendimiadoras! Ellas arrancaron esta tarde, frente al mar, un estremecimiento de mi alma y una sonrisa de mis labios.
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