Tras seis horas de dura ascensión he conseguido hollar la cima del monte Cilindro. Durante la noche, no me he cruzado con otros montañeros en el camino desde que abandoné el refugio de Goriz. Sentado sobre una piedra aguardo al amanecer. Pasados unos minutos, contemplo cómo el sol se asoma entre las nubes e ilumina tenuemente las desnudas montañas pirenaicas. Al fondo del barranco, observo el lago helado del Monte Perdido. De pronto me asalta un pensamiento que me tiene obsesionado desde hace tiempo: “¡Camino hacia la muerte y el olvido!”
El enorme peso de esta evidencia me sume en el desasosiego. Haga lo que haga, al final estaré muerto y, con el paso de los años, nadie me recordará. Pero mi verdadera desesperación comenzó mucho antes, siendo poco más que un adolescente, cuando perdí la inocencia el día que supe que yo también iba a morir, ya que hasta ese momento creía que solamente se morían los demás. Desde entonces, vivo atormentado por la negra espada del tiempo.
Se ha levantado un viento helado que me obliga a ponerme en pie. Comienzo el descenso atribulado por oscuros pensamientos: “¿A dónde me llevarán mis pies esta vez?, ¿a la muerte o al olvido?”
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