Ha vuelto y se instaló en mi dormitorio sin siquiera pedir permiso. Como solía hacer antaño. De madrugada y sin avisar. Con nocturnidad y alevosía. Qué caradura. No ha respetado el tálamo nupcial y su presencia silente pero notoria ha incomodado a mi esposa. Entendí que los tres no podíamos compartir el mismo espacio sin que surgiera una disputa conyugal. No me quedó más remedio que abandonar el aposento en un gesto de claudicación desteñido de la más mínima dignidad. Quédate con ella o acompáñame, haz lo que quieras, mascullé para mis adentros pero con la intención de que me escucharan. Ignoro lo que ha decidido. Supongo que siendo varón preferirá quedarse en el cuarto con mi esposa por pura galantería o por sórdida lascivia. Se va a llevar un chasco. Sinceramente, no creo que ella le haga caso. Y no por una ciega confianza en su virtud y fidelidad marital, sino por el conocimiento fehaciente que aporta la convivencia. Ella continuará durmiendo, dándole la espalda, ajena a sus argucias que tanto efecto logran en mí, hasta que él se aburra y sintiéndose despreciado se mande a mudar. Quizás vuelva a dar conmigo, a vengarse de mi feble y mórbida constitución psicológica. El caso es que llevaba tiempo sin ser torturado a horas intempestivas. Ingenuo, me atreví a pensar que se había olvidado de mí. Que tras mi boda y correspondiente cambio de estado civil, decidiría buscar presa en individuos solitarios. Solteros, viudos o divorciados, me daba igual. Creí que ya podría dormir tranquilo y olvidarme de él y sus antiguas molestias nocturnas. Pero se ve que no. Que el insomnio siempre me acompañará, despertándome de madrugada.
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