Las peores pesadillas son las que se forman con los restos de nuestra imaginación. Las páginas del manuscrito se sucedían sin ni siquiera darme tiempo a corregirlas. Sabía lo importante que era seguir escribiendo por encima de cualquier corrección ortográfica, la vida de Inés dependía de ello. Las imágenes que iban surgiendo en mi imaginación y que luego trasladaba al papel se volvían realidad a mi espalda. En un principio me había parecido magnífico y gracioso que lo escribiera se realizara pero me engañé a mí mismo. Yo era quien pulsaba los dedos sobre el ordenador pero mi imaginación no respondía a lo que deseaba. La novela tomaba unos giros insospechados por mí en un primer momento. Los personajes poseían un carácter fuerte e independiente y se habían adueñado de la obra secuestrando a Inés en un descuido de mi pluma. Habían conseguido, también, introducirme en la historia hasta convertirme en el protagonista para así poder adueñarse por completo de la novela. Jorge se acercaba a lasa escaleras arriba hasta mi habitación. Llevaba en la mano el hacha con el que había asesinado a Eduardo dos capítulos antes para adueñarse de los personajes secundarios. Era el secuestrador. Su mirada torva y su frente ceñuda lo caracterizaban como el personaje malvado. Quise parar de escribir, salir de aquella pesadilla aunque Inés quedara atrapada, sin embargo, ya no podía hacerlo. La historia me había atrapado y dominaba cada uno de mis movimientos. Jorge abrió con tanto sigilo la puerta de mi habitación que no pude escucharlo. Sonrió con esa sonrisa siniestra y deforme con la que le caractericé en su primera aparición. Escribí lo más rápido que pude, quería cambiar la historia, encontrar la escapatoria ante mi futuro asesinato. Jorge levantó el hacha en alto al tiempo que giré mi cuerpo para mirarle a los ojos.
Mi hacha cayó con estrépito encima de aquel miserable escritor. Sus ojos seguían abiertos como esperando una respuesta que jamás llegaría a sus oídos. Odiaba a aquel egocéntrico que me había deformado de tal manera. Limpié el hacha con la camiseta a rayas azules que llevaba y la apoyé en el escritorio. Me senté frente al ordenador para acabar su dichosa novela, pues toda historia ha de tener un final.
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