martes, 17 de abril de 2012

Oratorio

Una vez alguien me pidió que le contara una historia imposible, así que le conté la mía. No me creyó, y no le culpo, pero como tú me has pedido también una historia no te contaré la misma, sino cómo se la conté. Él era un joven atrapado en el campo de batalla que había visto morir a los suyos, malherido, pronto a reunirse con sus compañeros de armas; yo un simple vagabundo. Lloraba, se lamentaba, y me pidió una historia imposible, una historia de victoria. No podía mentirle con tamaña fantasía, así que le conté mi historia. Lloró y me suplicó al terminar; no le hice caso. Ya estaba condenado.

Amargos dioses nos observaban, le dije. Dios nos ha olvidado, Dios nos ha abandonado, Dios no se interesa por su mundo y por eso no hace nada. Es lamentable, y no hace nada para remediarlo. Dios está cansado, Dios está confuso, ya no sabe lo que está bien y lo que está mal, ya no sabe si fue buena idea la Creación. Por eso nos deja a nuestro aire, por eso nos deja decidir por nosotros mismos si merecemos vivir o morir. Cada día lo tiene más claro. El hombre fue un error.

Lo que Dios comenzó Dios debe acabarlo. Lo que el hombre inició el hombre debe terminarlo.
El hombre las guerras. Dios con todo.
El joven, mucho tiempo después de llorar y suplicar, maldecir y gemir, clavó sus ojos acusadores en mí y ya no dijo nada. No me creyó, y no le culpó, porque creerlo era demasiado doloroso.
Es probable que tampoco creas este relato de un relato, pues es difícil aceptar que quien está delante de ti es Dios.
No estoy interesado en salvaros, pero... quiero ver lo que una vez os regalé antes de que desaparezca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario