Ligia regresa exhausta. Al franquear la recia puerta labrada, murmura que mataría por
un baño de espuma, un masaje y una copa de vino blanco. Se alarma cuando tan solo la
oscuridad y un silencio premonitorio salen a su encuentro. Por tal motivo, recorrerá el pasillo
a la carrera. Ya en el dormitorio, Ligia descubre la nota manuscrita que reposa huérfana sobre
la colcha:
«Te dejo. No soporto más los besos con sabor ajeno y esa chispa de remordimiento que
detecto en tu mirada. Hasta hoy eran sospechas. Pero cuando me hacías el amor esta
mañana, y yo te dejaba hacer excitándome como siempre con el reflejo de nuestra unión en el
espejo de pie, créeme Ligia, vi el rostro de ese otro tipo con quien compartes la vida. Estaba
allí, observándonos, riéndose triunfal mientras apoyaba la barbilla sobre tu hombro. El
espejo no miente, querida. Se limita a reflejar la realidad por inconveniente u oculta que sea.
Te ruego que no lo pagues con él. Por favor, no hagas añicos nuestro pasado. Hasta siempre
y suerte. Andrés.»
Las manos de la mujer rasgan súbitamente el pedazo de caligrafía. Lamenta no haberse
deshecho a tiempo de ese chivato con brazos de balaustre y cuerpo de azogue añejo (sobre el
que sus ojos comienzan ahora a posarse con verdadera furia). Ligia se pregunta: «¿Qué coño
voy a hacer con el resto de mi vida?»
No hay comentarios:
Publicar un comentario