Y cuando le miré a los ojos lo supe. De pronto todo tenía sentido. Siempre lo sospeché, pero siempre deseché esa idea por imposible. Sin embargo, aquel fatídico día en que encontré aquella carta, ya no pude apelar a ninguna excusa para engañarme. La carta la encontré en un sobre junto con el broche de Yana. Ese broche se había perdido aquella noche, la noche en la que todo cambió y de la que nunca se volvió a hablar. En aquella fría y oscura sala donde nos llevaron, se escucharon voces de tres hombres, pero escuchábamos con dificultad porque nos habían golpeado en la cabeza. También vendaron nuestros ojos y nunca vimos sus caras y sus voces siempre volvieron a mí distorsionadas.
Aquel broche había sido un regalo que le había hecho a Yana la tía-abuela Kateryna el día que la vimos por última vez. Yana siempre lo llevó consigo, pero nunca a la vista, se lo hubieran quitado. Debió caérsele cuando nos desnudaron rompiendo con violencia nuestras ropas, nuestras sucias ropas de campesinas fascistas, dijeron. Aquella noche mi hermana y yo morimos. Nos mataron aquellos monstruos. Y entonces supe… que me casé con mi verdugo.
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