martes, 17 de abril de 2012

Obsesión

Cada vez que leía aquella carta imaginaba que me había caído de la cama y me había golpeado fuertemente contra el suelo duro y frío de mi habitación. En esas escasas líneas, Inés, mi querida compañera de días frenéticos y noches delirantes, me decía, escueta y duramente, que se marchaba con mi mejor amigo, Raúl “el tijeras” (llamado así por su afición innata a resumirlo todo ). También había resumido mi vida: en concreto, acababa de convertirla en “cornada”, por no decir que yo mismo me había convertido en “cornudo”. No me lo podía creer: “Andrés, me marcho. Ya sabes lo mucho que te quiero”.

Inés era bellísima, por dentro y por fuera. Una mujer de 25 años, morena, exhuberante y misteriosa como la noche. La conocí en un bar a las afueras de mi ciudad, y a los dos días ya convivíamos juntos. Ella no tenía familia, y yo, por tener, tenía trabajo y un coche último modelo, que no era poco. Así que decidimos unir nuestros destinos… para siempre. Aún recuerdo la tarde que le presenté al tijeras. Éste, haciendo honor a su apodo, le dio la mano y un beso en la mejilla y se sentó a su lado en el sofá “para acortar distancias”.

Inés sólo tenía un defectillo, por ponerle algo. Era una prostituta, eso sí, de lujo. Una preciosidad empujada por el destino a sobrevivir en ese oficio tan duro y mal pagado.

Dos meses después tocaron a mi puerta. Yo andaba desaliñado, había pedido una baja laboral y no quería ver a nadie. Observé por la mirilla: era Inés. No lo dudé un instante y abrí la puerta. Ella entró sollozando, se echó a mis brazos y comenzó a besarme. Me desnudó y yo me dejé llevar. No hablamos nada, me sumergí en el más profundo de los deseos y de los placeres. Fue perfecto, una vez más. Cuando acabamos, me miró muy seriamente a los ojos y me dijo: “Raúl ha muerto”. Sí, lo sabía. Entre cerveza y cerveza yo soñé que Inés regresaba, y una mano, la de ella o la mía (¿no eran las mismas?), le empujaba al abismo resumiendo su epifacio: suicidio por desamor. Me sentí pletórico.

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