Sonó el teléfono y salté de la cama sobresaltada. Descolgué el auricular pensando en que un sábado tan temprano sólo podían ser malas noticias.
–Hola, tía. ¿Puedes venir a verme? He decidido que vamos a montar un salón de belleza en casa, hay espacio de sobra en el cuarto que está junto a la entrada. Lo más importante ya lo tenemos, así que ven que hay mucho que planear.
–Ah, eres tú. –contesté y respiré aliviada– ¿Qué quieres montar un salón de belleza?
–Sí, mamá me ha dicho que te has quedado sin trabajo y yo quiero ayudarte. Verás que ganaremos mucho dinero.
Sabía que mi sobrina me adoraba, yo era su tía más joven y estábamos muy unidas. Me acababa de quedar en paro con casi 40 años, en plena crisis, sola y con una hipoteca. Lo estaba pasando mal y pensé que ella no lo había notado; por eso, aún aturdida y con legañas, me emocionó su proposición. Que alguien quisiera ayudarme en estos momentos era muy reconfortante.
–No llores tía, ya verás que nos va a ir bien. Sabes lo bien que se me da maquillar, peinar, pintar las uñas y todas esas cosas que aprendí desde pequeña. Tú recibirás a las clientas, les lavarás la cabeza y te encargarás de cobrar y atender el teléfono. Pero no quiero hablar más. Vente ya, tenemos que ponernos manos a la obra. ¿Vale?
–De acuerdo, pero iré luego, todavía es muy temprano. Me acercaré después, cuando mamá se despierte, te vista y te dé el desayuno.
–No, ven ya. Tengo seis años, yo ya me hago el desayuno y me visto solita.
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