Tomás comenzó a trabajar como aprendiz de guardagujas en la antigua Estación del Norte, aunque enseguida aprobó los exámenes de taquillero y más tarde los de revisor.
Durante los últimos veinticinco años ha desempeñado el cargo de responsable del control de viajeros en la línea uno de cercanías, y por eso precisamente conoce de memoria los rostros y las historias de los viajeros habituales de sus vagones. Anselmo, el vendedor de seguros de Calablanca, que siempre viaja cargado de papeles desordenados; Trini y su marido Lucas que son los que más tarde regresan, después de trabajar más de trece horas, o Paquita, la muchacha que trabaja en una mercería de la Plaza de la Reina, y que anda estos días saliendo con un muchacho de Molina.
Pero Tomás nunca podrá olvidar ese viaje de un frío día de invierno, en que aquella mujer subió al tren temblando y con la cara desencajada. Parecía que huyera de un infierno atroz. Era una mujer joven, de no más de treinta años, morena, de ojos grandes oscuros y un pañuelo azul en la cabeza. Llevaba en sus brazos un niño de apenas dos o tres años, aterido de frío y con la cara amoratada.
— ¿Qué le pasa? ¿Se encuentra bien? —preguntó Tomás, quitándose la chaqueta de su uniforme para abrigar al niño.
La mujer, sin pronunciar palabra, agachó la cabeza y comenzó a llorar en silencio, mientras acariciaba a su hijo. Tomás se sentó junto a ella, y la abrazó intentando ofrecerle un poco de calor. El tren volaba mientras el frío crujía los huesos y el alma de aquel niño y su madre.
Tomás llamó a la central, y a la llegada una ambulancia los recogió para llevarlos al hospital más cercano.
Durante los últimos veinticinco años ha desempeñado el cargo de responsable del control de viajeros en la línea uno de cercanías, y por eso precisamente conoce de memoria los rostros y las historias de los viajeros habituales de sus vagones. Anselmo, el vendedor de seguros de Calablanca, que siempre viaja cargado de papeles desordenados; Trini y su marido Lucas que son los que más tarde regresan, después de trabajar más de trece horas, o Paquita, la muchacha que trabaja en una mercería de la Plaza de la Reina, y que anda estos días saliendo con un muchacho de Molina.
Pero Tomás nunca podrá olvidar ese viaje de un frío día de invierno, en que aquella mujer subió al tren temblando y con la cara desencajada. Parecía que huyera de un infierno atroz. Era una mujer joven, de no más de treinta años, morena, de ojos grandes oscuros y un pañuelo azul en la cabeza. Llevaba en sus brazos un niño de apenas dos o tres años, aterido de frío y con la cara amoratada.
— ¿Qué le pasa? ¿Se encuentra bien? —preguntó Tomás, quitándose la chaqueta de su uniforme para abrigar al niño.
La mujer, sin pronunciar palabra, agachó la cabeza y comenzó a llorar en silencio, mientras acariciaba a su hijo. Tomás se sentó junto a ella, y la abrazó intentando ofrecerle un poco de calor. El tren volaba mientras el frío crujía los huesos y el alma de aquel niño y su madre.
Tomás llamó a la central, y a la llegada una ambulancia los recogió para llevarlos al hospital más cercano.
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