Todas las madrugadas me despierto con el primer tintineo del despertador. No me hago el remolón: soy un buen profesional. No me hace falta desayunar porque soy un espantapájaros y tengo que simular estar hecho de paja, si no me despedirán. Lo último que hago antes de salir de casa es abrigarme con el sobretodo de lana por encima del peto vaquero y la camisa a cuadros, colocarme las botas de agua, el sombrero de fieltro y despedirme de mi esposa con un beso en la mejilla. A veces me comenta que estoy cada día más delgado, entonces trato de explicarle mis obligaciones, discutimos, y me marcho un poco molesto con su actitud intolerante, pero en seguida se me pasa: en el fondo nos amamos y eso es lo único que importa. Al llegar al sembrado cambio de turno con mi hijo y nos saludamos quitándonos el sombrero después de una reverencia, me cuelgo del poste y a aguantar los graznidos y los picotazos de los cuervos durante el resto del día. Tampoco me puedo mover de allí, por muy mal que lo pase, porque si sucede que me muevo por cualquier motivo y en ese preciso momento aparece el terrateniente puede enojarse, pensar que es algo frecuente y despedirme. Y necesito el dinero, por ello aguanto tantos abusos.
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