En un país en el que los niños no pueden creer en las hadas y el sol cada día que pasa proyecta, de modo inusual, una mayor oscuridad. Las luciérnagas de la esperanza sembraban el cielo abriendo pequeños halos de luz que, cada vez que alcanzaban los semblantes de las apagadas almas de los niños, impregnaban de una bondad sin condicionantes, los sueños que una perpetua realidad se empeñaba en enterrar en las profundas dunas, mas allá de las selvas del olvido, que pueblan las grandes extensiones del vasto país de la eterna desdicha. Un día el cielo se abrió con gran estruendo y propagó una negrura sin precedentes sobre la arenosa tierra de aquellos desoladores desiertos. Los niños, con los ojos abiertos y la mirada agotada, buscando un mínimo resquicio de claridad, lloran y se lamentan de su terrible destino. Las luciérnagas de la esperanzan han partido, ya no proyectan sus luminosos rayos, su tenue intensidad ha sido absorbida por el voraz apetito de la intensa noche. Amanece, despunta otro negro día, en un lejano horizonte donde una resquebrajada esperanza se difumina, un ínfimo punto de luz revolotea buscando la inocencia en unos rostros que, incesantes, no se resignan a perderlo de vista.
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