Más vale los lunes al sol que trescientos sesenta y cinco días a la sombra, eso fue lo que debió pensar Andrea cuando su jefe le espetó que tendría que quedarse tres horas más al finalizar su jornada laboral para cuadrar unas cuentas.
Llevaba meses sin poder ir a casa a almorzar. Diego, su marido, le reprochaba que ya ni la veía, que sólo se veían por las noches para cenar una ensalada mientras se contaban lo estresado y ajetreado que había sido su día. Hacía meses que no iba de compras con su amiga Laura, que no entraba a una tienda y se probaba un vestido, que no se compraba un maquillaje, que no se sentaba en una terraza a tomar un Martini y disfrutar del paisaje, meses que no llevaba a su sobrina a ver la última película de dibujos que hubiera salido mientras comparten un bote de palomitas lleno a rebozar… Y todo porque se pasaba doce horas diarias en su trabajo, un trabajo como contable en una empresa de importación de café, con un contrato de ocho horas, cobrando como si trabajara sólo cuatro y trabajando, en realidad, doce.
Por eso cuando oyó “Andrea, tiene usted que quedarse hoy hasta las nueve para cuadrar unas facturas de una gran importación de café que hemos traído desde Nueva Zelanda”, sintió un deseo irrefrenable de estrechar sus manos contra el cuello de su jefe y asfixiarlo, “¿Por qué nunca piensa en los demás, por qué no se pone en el lugar de los demás y piensa que éstos también tienen vida y familia?”. Llevaba años matándose por la empresa, haciendo más horas que nadie para encima no ver un céntimo de más en su nómina ni una palmadita en la espalda. Y hoy, precisamente, era el cumpleaños de Diego, que le había rogado que no faltara, que esta vez no le fallara.
Tomó el último sorbo de té que le quedaba en su taza, puso las llaves de la oficina encima de la mesa, se levantó con decisión y cerró la puerta tras de sí.
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