lunes, 29 de abril de 2013

LA TUMBA DE LA REINA ELEFANTE

Ayer mi tía me recordó el cuento que me contaba cuando era niña. Era la historia de una reina elefante que tenía una cría pequeña y que guiaba una manada de cincuenta paquidermos por la sabana de África oriental.
Los elefantes vieron trastornada su existencia una tarde en que un grupo de humanos se cruzaron en su senda. Éstos no buscaban colmillos de marfil, sino a los propios miembros de la manada. Y pese a la valerosa resistencia de la reina y sus congéneres, que barritaban como las trompetas de Jericó en su momento de mayor gloria, la matriarca y varios más fueron capturados, y perdió de vista a su cría.
Durante el viaje por la sabana, atisbando por las rendijas del convoy que la transportaba, la reina intentó memorizar árboles y ríos para encontrar al resto cuando escapara, pero sus esperanzas se empañaron cuando la subieron al barco que había de conducirles a otro continente.
Allí la matriarca y sus compañeros cautivos fueron vendidos a un circo. Las cadenas les impedían fugarse pero, al hacerse vieja y ahorrarle las ataduras, la reina moribunda siguió el instinto ancestral de su raza y huyó buscando el cementerio de elefantes. Unos marineros que hacían la ruta a África la encontraron muerta junto a los muelles, y comprendieron su intención. La incineraron y, de regreso al continente africano, le construyeron un singular mausoleo: la tumba de la reina elefante, erigida en recuerdo de los que fallecen lejos de su hogar.
Ayer mi tía me recordó el cuento de camino a la inauguración de la placa a los exiliados que han colocado en el ayuntamiento de nuestra ciudad, entre los que figura mi madre. “Lo próximo, el mausoleo”, me dijo sonriente. Ojala hubiera podido pedirle, como cuando era niña, que inventara otro final.

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