Su hijo era tan parecido a él, que llegó plantearse si serían la misma persona. Es igual que tú cuando tenías su edad –le decía su madre con cierto orgullo nostálgico–, y él no podía evitar sentirse molesto. Le irritaba ver una copia perfecta de él mismo, una que acaparaba la atención de todos, que le robaba el cariño que legítimamente se había ganado durante años. Me acabará suplantando poco a poco, sin que alguien se dé cuenta –llegó a confesarle a su padre en un intento de recuperar la cordura, pero en contra de lo que esperaba, él le dio la razón. A mí me pasó lo mismo contigo –le dijo. Entonces le preguntó cuánto tiempo se sentiría así, cuándo volvería a ser él mismo. La respuesta zanjó el tema: nunca. Estaba condenado a ver su futuro en su padre, y su pasado en su hijo. La idea de pertenecer a una familia de edipos resignados le cambió la vida. Por eso, cuando su mujer lo abandonó diciéndole que ya no sabía quién era, sólo pudo darle la razón.
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