El anciano artesano quiere relanzar sus votos de compromiso, hasta la eternidad. Sentado y pensativo y abstraído y embelesado sobre las tejas frías mira en lontananza el despuntar del amanecer. Vespertino, cacarea un capón enlatado en los adentros. Afuera, huele a heno, a pueblo, a ciénaga, también diría que hasta a pantano escarchado. El artesano vive, en carne propia, la insipiente viudez de la Juana, y quiere deslumbrarla a toda costa con la belleza singular de un paroxismo de amor. Silencioso baja al taller, y, al torno, domestica con su pericia el cieno salvaje. Pisando el pedal hunde las venenosas manos en la arcilla húmeda. Modela un corazón perfecto dejando un hueco en su interior. Sin limpiarse las manos se arranca de cuajo el suyo –sin titubeos- y lo introduce dentro del labrado, y ubicando y entrambos algo simbólico, tapa la abertura superior con mas fango, puliendo el resultado. Barroco es ademanes en medio del delirio vuelve a colocar en su pecho la artesanía y se acomoda el traje/mortaja.
Cuando Juana abra el féretro vera el corazón de barro y como –con un postrer latido-, sobresaldrá visceral y apasionado del cieno fresco, engarzado en un anillo, el cabrilleo de un diamante.
Cuando Juana abra el féretro vera el corazón de barro y como –con un postrer latido-, sobresaldrá visceral y apasionado del cieno fresco, engarzado en un anillo, el cabrilleo de un diamante.
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