Miras tus manos. Miras tus manos aferradas nerviosamente al asidero metálico del vagón. Miras tus manos labradas de caminos de piel muerta, de llagas aún calientes y de suciedad de varios días. Miras tus manos y te parecen de otro. No, piensas, definitivamente esas no pueden ser tus manos, las mismas manos de gesto pausado con las que hace apenas unos meses acariciabas la cabeza de un recién nacido más allá de la frontera. Y sin embargo son tus manos.
Qué habrá sido de sus puños orgullosos, de sus apretones decididos, te preguntas ¿Se extraviaron, quizá, en el mar? ¿Se perdieron para siempre al pagar el pasaje de la patera? Miras tus manos, y las recuerdas arañando la playa, buscando en la arena, para ti, un poco de aire con el que llenar tus pulmones.
Miras tus manos y ya no eres capaz de imaginarlas sin esa marca fría a la altura de las muñecas que revela el contacto reciente de unas esposas.
Miras tus manos y las odias porque aquí no sirven, porque no te valen de nada, porque no encuentras a quien las quiera para enyesar paredes o para planchar ropa, y por momentos te gustaría tirarlas a una papelera, arrancártelas, cortártelas ahí mismo, delante de todos. Pero no lo haces, no lo haces porque si lo hicieras te tomarían por loco, y no eres un loco, sólo eres un hombre que no puede usar sus manos.
Y las miras de nuevo, y te parecen de otro, y ves que tus dedos tamborilean a pesar de ti, e intentas protegerlos, esconderlos en los bolsillos de tu pantalón, y entonces el temblor se extiende por todo tu cuerpo, como si quisiera hablar en ese idioma que apenas entiendes, y preparas un gesto de disculpa a los reproches que seguramente te dedicarán los demás pasajeros por haberles estropeado su viaje con tus espasmos, pero cuando echas un vistazo a tu alrededor te das cuenta de que nadie te mira, a nadie le importas, así que tomas aire, te tranquilizas, das un paso al frente y te sitúas en medio del pasillo.
Entonces, una vez más, miras tus manos, y piensas que hace demasiado tiempo que no tocan otra piel. Miras tus manos y las comparas por un segundo con las manos de los que van sentados, y no, no logras ver la diferencia. Miras tus manos, y haces lo único que puedes hacer, y te parecen de otro cuando las ves allí, extendidas al final de tu cuerpo, esperando recibir por primera vez, en cualquier instante, como una lluvia fría, la caricia metálica de alguna limosna.
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