lunes, 15 de abril de 2013

La dignidad


La casualidad, acaso el destino, había colocado a Juan  en el corazón de un terrible dilema: en los próximos segundos tendría que mostrarse indiferente ante la injusticia, o bien actuar asumiendo un gran riesgo para su integridad personal.  
En un sendero apartado del parque, un individuo de aspecto patibulario amenazaba con una navaja de larga hoja a una anciana menuda y delgada.
-¡El bolso y el reloj, rápido!
 Juan, a una decena de metros, apartado del campo de visión del asaltante por el grueso tronco de un ficus, estaba siendo testigo de todo. ¿Qué hacer? Si tomaba cartas en el asunto, podría resultar herido o, quién sabe, acaso recibir un navajazo mortal de necesidad; por otro lado, si no salía en defensa de la mujer, ¿qué sería de él durante el resto de su vida? ¿Conciliaría el sueño por  la noche? ¿Podría sostenerse la mirada en algún espejo? Maniatado por las dudas, aguzó el  oído para escuchar la música que sonaba en su interior.
Mientras tanto, el navajero empezaba a perder los estribos.
-¿A qué espera?
-No te los voy dar, ni el bolso ni mucho menos el reloj, que fue el último regalo que me hizo mi añorado esposo antes de morir. Tendrás que utilizar eso –y la anciana señaló con la barbilla el arma que empuñaba el hombre.   
-Le advierto que no sería la primera vez que lo hago… 
-Sí, ya veo en tus ojos que eres capaz de hacerlo. Adelante. A mis años, he sufrido muchas pérdidas en la vida, pero todavía conservo la dignidad, y esa no me la va a arrebatar un vulgar delincuente  –le retó la mujer, mirando fijamente al delincuente.
Éste se pasó la navaja de una mano a otra varias veces y… 
-¡Alto! –gritó una voz.
-¿Quién eres tú? –preguntó el asaltante al hombre que había surgido de la nada.
-Juan. Ese soy yo.

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