martes, 2 de abril de 2013

El grajo en el hogar


La col estaba cociéndose en el caldero. Las mugrientas paredes de la casa rezumaban un intenso olor ácido. Era lo único que habían comido durante los últimos cuarenta años, pensaba con engañosa nostalgia Olaf. En la mala época esa pasta mugrienta era bendito manjar de dioses, pero el tiempo no había traído otros manjares.
Con los ojos perdidos masticaba su resignación al amparo de la cálida lumbre. De vez en cuando le arreaba una patada al gato, que junto al grajo del patio, eran su única compañía.
Prácticamente desarrollaba su ya agostada vida al lado de ese caldero, junto a la chimenea se olvidaban del tiempo y de sus venenos. “Esta noche habrá que traer leña”, le contaba a las musarañas, ya que su mujer, Nadia había muerto hacía cinco años. Una sobrina que vivía en la ciudad le traía de vez en cuando víveres y le daba un repaso a la estancia. Olaf no quería fisgones y se conformaba con la atención de su sobrina.
“Te acuerdas de los malos tiempos, Nadia, había que sobrevivir, yo hice lo que pude para que no nos deportaran”, lamentaba con cara amarga.
Le dio un bocado a un trozo de pan de centeno, y el gato famélico corrió a su lado a devorar las migajas. De repente, sus ojos se cuajaron de lágrimas, súbitamente, sin previo aviso. “¡Sabes que yo no fui el que los delató!, querida Nadia”. Estaba como fuera de sí, con el rostro desencajado. Una encogida, la mano en el pecho y un sordo estertor. Cayó al suelo por su propio peso, tenía un hilo de baba en su cara y una mueca de espanto y tristeza. El gato maulló asustado y el grajo desde el patio gritó un fúnebre lamento. La olla seguía cociendo en silencio.

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