lunes, 15 de abril de 2013

El recuerdo de todos los tiempos


En el lecho donde consumía sus últimos momentos, el viejo moribundo hizo una extraña petición a su nieta predilecta, quien pernoctaba junto a él recostada en una butaca.  
-¿Puedes traerme una copa de vino tinto, Alba? Desearía olerla.
La muchacha miró perpleja al anciano, como si el insólito deseo de éste se hubiera gestado en el delirio de la agonía.
-¿Para qué quieres oler una copa de vino a estas horas? –Alba miró el reloj-. Es la una de la noche. 
-Para disipar la niebla de mi memoria –balbuceó el hombre, quien, haciendo acopio de las últimas energías que le quedaban, añadió-: Conocí a tu abuela en la boda de un amigo común. Tuve la suerte de sentarme junto a ella en el ágape nupcial. Un golpe de fortuna que nunca he dejado de agradecer a la vida. Mi memoria no da para más. Sólo sé que aquel día fue  el día. Tengo entendido que, ante el olor del vino, la memoria acude al galope. No pierdo nada con intentarlo. Me gustaría morirme acunado por aquel recuerdo.
Un minuto después, la muchacha acercó una copa de vino tinto a las fosas nasales de su abuelo. A continuación, introdujo la punta del índice en el líquido y pasó y repasó la yema del dedo por los labios resecos del moribundo. El aroma del vino penetró como una cuña en la  bruma espesa que envolvía las neuronas del anciano hasta abrir una senda que desembocaba en el santuario de sus neuronas, allí donde había sido erigido el monumento en honor del recuerdo de los recuerdos: el día en que besó a su esposa por primera vez. El corazón del viejo, súbitamente revitalizado, galopó por la senda.  
Con el rostro iluminado por el halo de luz que provenía de su remoto ayer, al cabo de unos minutos, el abuelo emitió un estertor. Alba, en un impulso, se arrojó en sus brazos y, mientras besaba el beso que refulgía en los ojos del moribundo, el último suspiro de éste se coló en sus adentros convertido en el recuerdo de los recuerdos.  


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