lunes, 18 de marzo de 2013

Compinches en la soledad


Sentado en la barra, con la cerveza espumeante tenía que matar el tiempo. Me fijé en un tipo que estaba al otro lado, justo en frente. Estaba solo y consultaba compulsivamente su reloj de pulsera. Enseguida me identifiqué con él. Quizás por instinto se sintió observado y me miró desafiante con un qué coño miras. Previsoramente retiré la mirada y disimulé con un sorbo de cerveza. Los reflejos de los múltiples cristales me dieron otra perspectiva. La botella me lo mostraba regordete, verdoso, hinchado como si fuera a explotar. El servilletero metálico lo revelaba filosófico, inconforme, contradictorio. Posaba su copa a medio consumir dándole una tregua. Miraba a diestro y siniestro buscando a alguien que parecía empecinado en ocultarse, en juguetear con su paciencia. Lo vi cambiar de posturas en su butaca, buscando una comodidad que parecía negársele, como si tuviera hemorroides o ganas de ir al retrete. Castañeaba los dedos de un modo desagradable en un entretenimiento propio de primates. Pidió otra cerveza y se lo pensó a la hora de llenar la copa, como si le diera una orden telepática para que se vertiera por sí misma. Ya resignado, tuvo el desparpajo de hacerme una seña de brindis, con una sonrisa estúpida y desolada. Confieso que no me sorprendió. Levanté la copa al unísono que él y le sonreí displicente. Nos habían dejado colgados otra vez y eso nos convertía en compinches. Beberíamos juntos, en un silencio tácito. Sin preguntas presupuestas. Sin respuestas adivinadas. Beberíamos hasta perder la noción del espacio y del tiempo. Hasta que los camareros nos conminaran con amabilidad a abandonar el recinto. Hasta que se me nublara la vista y  ya me fuera imposible verme reflejado en el espejo. Tan solo.

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