Sentado en la barra, con la
cerveza espumeante tenía que matar el tiempo. Me fijé en un tipo que estaba al
otro lado, justo en frente. Estaba solo y consultaba compulsivamente su reloj
de pulsera. Enseguida me identifiqué con él. Quizás por instinto se sintió
observado y me miró desafiante con un qué coño miras. Previsoramente retiré la
mirada y disimulé con un sorbo de cerveza. Los reflejos de los múltiples
cristales me dieron otra perspectiva. La botella me lo mostraba regordete,
verdoso, hinchado como si fuera a explotar. El servilletero metálico lo
revelaba filosófico, inconforme, contradictorio. Posaba su copa a medio
consumir dándole una tregua. Miraba a diestro y siniestro buscando a alguien
que parecía empecinado en ocultarse, en juguetear con su paciencia. Lo vi
cambiar de posturas en su butaca, buscando una comodidad que parecía negársele,
como si tuviera hemorroides o ganas de ir al retrete. Castañeaba los dedos de
un modo desagradable en un entretenimiento propio de primates. Pidió otra
cerveza y se lo pensó a la hora de llenar la copa, como si le diera una orden
telepática para que se vertiera por sí misma. Ya resignado, tuvo el desparpajo
de hacerme una seña de brindis, con una sonrisa estúpida y desolada. Confieso
que no me sorprendió. Levanté la copa al unísono que él y le sonreí
displicente. Nos habían dejado colgados otra vez y eso nos convertía en
compinches. Beberíamos juntos, en un silencio tácito. Sin preguntas
presupuestas. Sin respuestas adivinadas. Beberíamos hasta perder la noción del
espacio y del tiempo. Hasta que los camareros nos conminaran con amabilidad a
abandonar el recinto. Hasta que se me nublara la vista y ya me fuera imposible verme reflejado en el
espejo. Tan solo.
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