En el viaje de ida, el panorama era de auténtico terror. El ataúd volador
parecía llevarles a una muerte segura. Lo peor era no tener un desenlace
rápido; parecía que los pilotos se burlaban de los pasajeros, sometiéndolos a
violentos bandazos para alargar la agonía. Cuando la situación daba algo de
tregua, los condenados se dedicaban a resoplar y beber líquido, para reponerse.
Aquéllos a los que Arturo alcanzaba a ver, tenían las uñas enterradas en los
duros brazos de sus asientos, pensando que, quizá, éstos los salvasen si el
avión se estrellaba. En cabina, el comandante López disfrutaba, porque, si
salían de ésta y lograba tomar tierra, quedaría como un auténtico héroe, y
hasta le aplaudirían al aterrizar.
El primer intento de aterrizaje fue, para Arturo, como si le arrancaran
la vida y, con la misma, antes de darle tiempo a morirse, se la incrustaran
otra vez. Cuando el avión se lanzó en picado sobre la pista, sin previo aviso, y
una fuerte ráfaga de viento lo lanzó, lateralmente, hacia el mar, los gritos
fueron reemplazados por un silencio sepulcral, pues todo el mundo se daba por
muerto. Pero López era muy bueno, y logró levantar el aparato. Las azafatas
trataban de recomponer a los pasajeros en peor estado, es decir, a aquéllos que
aún no habían perdido el conocimiento. López volvió a encarar la pista y, no
sin dificultades, el avión embistió contra el asfalto en un fuerte estampido
que, poco a poco, fue reanimando a los desechos humanos. El comandante
consiguió su propósito: una prolongada y emocionante salva de aplausos
acompañaron la triunfal entrada del avión en la plataforma de estacionamiento.
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“¡Maldito sádico y jodidos retrasados!”, murmuró Arturo.
En el viaje de vuelta, por una de esas carambolas casuales, les dio la
bienvenida a bordo el intrépido López, pero, con un tiempo tan bueno y
conociendo su pericia, lejos de inquietarse, Arturo se sintió muy tranquilo.
Son los caprichos derivados de las diferentes perspectivas con que se miren las
cosas.
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