Creo que conoce mi estado de ánimo mejor que yo mismo.
A la lámpara de mi escritorio, que lleva conmigo más de seis años,
jamás he tenido que cambiarle la bombilla. Parece que su luz fuera eterna. Es
de esas lámparas de brazo largo y estilizado que se pueden doblar hasta traer
la luz tan cerca, que el papel resplandece con un blanco natural y luminoso.
Siempre a la izquierda, su luz sugiere sombras y las proyecta sobre las
cuartillas de mil maneras diferentes.
Cuando escribo mis relatos de terror, las sombras se vuelven
cortantes, insinuadoras, espeluznantes. Si otro día escribo poesía repleta de
figuras evocadoras y sentimientos íntimos, las sombras se difuminan suaves
hasta casi desaparecer. Otras veces, al escribir mis cuentos infantiles, la luz
que desprende insinúa sombras saltarinas y divertidas que juegan con los
papeles y se esconden de los personajes.
También es la compañera de mis noches de insomnio. Cuando la soledad
me acosa, su luz me ofrece una salida al otro lado y siento que permanece junto
a mí.
Cada mañana me asomo despacio, sin que me vea, para confirmar que
sigue ahí, cerca de mis cuartillas.
Cerca de mí.
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